23 de septiembre
de 2022
El problema de la resiliencia no tiene que ver con cuán bien un pueblo se levante tras un desastre. Tiene que ver con la frecuencia de los desastres y que el levantarse se vuelva habitual. Es que nos acostumbremos al desastre; ese es mi mayor temor.
Esto no es de ahora. Por años, cuando me criaba en Arecibo, recuerdo haber visto el mismo tubo roto más abajo de mi casa. Varias veces he visitado y el mismo tubo sigue roto; ya parece parte del entorno natural. Esa pequeña ruptura en lo cotidiano, al encontrarse con la necesidad de sobrevivir, no se catalogó de urgente y se dejó así. Pero al tubo roto se le añadió que a la gente del Cerro siempre se le iba el agua primero y le llegaba último. Como tarde o temprano el agua llegaba, se dejó así. A eso se le añadió que, si esas familias no tenían agua, no podían enviar a sus hijos a la escuela, dando paso a futuras deserciones escolares. El tubo roto dio paso a que estar jodido se volviera costumbre. Son cosas que interfieren con el diario vivir de uno, y nosotros afanados por resolver el eterno problema no nos detuvimos para responsabilizar a las autoridades designadas a resolverlo. Las vicisitudes se vuelven distracciones que permiten que otros desastres se cocinen a nuestras espaldas. ¿Entienden por dónde voy?
Un pueblo no necesita una curita de resiliencia cuando su gobierno ve al mismo como un problema. Para nosotros, el lío siempre se vuelve más grande: de pagar facturas absurdamente altas por la luz, ahora el asunto es cuándo llega la luz. Mientras que para los funcionarios electos la solución siempre ha sido cómo ver cualquier problema con una visión más generalizada, en vez de enfocarse en las necesidades particulares de una comunidad. El individuo micromanejando sus dilemas y el gobierno haciendo que el individuo pierda su autonomía en una masa de personas que al final del día nadie reconoce.
Es el problema del coloniaje. Y como sé que hay personas que leerán esto y me dirán que no somos colonia, les pido de antemano que busquen en un diccionario lo que significa colonia. Se ha documentado cómo desde la invasión estadounidense, a Puerto Rico se le ha tratado como territorio, y solo eso. Como que ahí no vive gente. Se habla de su posición geográfica, de los beneficios comerciales que ofrece, de cómo se obtuvo como botín de guerra y su función como extensión de los EE. UU. Ya el pueblo se había cansado de ser resiliente ante España y había estado luchando por su independencia por décadas. Con cambio de soberanía, el problema se agravó tal como el tubo roto. Quisieron cambiarnos el idioma en las escuelas, y por eso se luchó hasta que en el 1947 se oficializó el español como idioma de enseñanza en las escuelas públicas del país. El inglés se quedó en las escuelas como un fantasma que nos los recuerda.
El problema se agravó con la agricultura, que por imponer el monocultivo del azúcar se desplazaron a varios agricultores menores, y comenzaron las pequeñas migraciones del interior de la isla hasta la costa y las áreas metro. Y cuando ese modelo deja de funcionar, se industrializa la isla y se generan empleos que miles no llegaron a alcanzar. Y cuando pegó el hambre y la incertidumbre, se dijo que había sobrepoblación y muchos brincaron el charco. Otras fueron esterilizadas para que dejaran de contribuir al “problema”, como un 35% de las mujeres. Otros fueron enviados a dar la vida en guerras extranjeras. El problema siempre continúa agravándose y nosotros siempre pagando el último precio.
Porque, para el que migró a los EE. UU. en esos tiempos, el tubo roto se volvió el inglés, la discriminación y la pobreza. Sin contar la soledad y la inestabilidad mental. Para el que se quedó, el tubo roto se volvió un tono distinto de corrupción cada cuatro años, sobrevivir ante los fenómenos naturales y recibir las ayudas federales, a las que tenemos derecho, pero a las que nos acostumbraron a vivir para empatar la pelea. Un pueblo que labraba su tierra y comía de su fruto poco a poco fue desplazado por intereses externos, y al final se les dio migajas para que aprendiera a ser agradecido. El agradecimiento acondicionado es también un tipo de resiliencia.
Históricamente, estamos predispuestos a acostumbrarnos al desastre, y eso es lo que más temo para mi patria. Mi temor es grande porque encima de eso, Puerto Rico está cansado y no bien está en proceso de recuperarse de un caos cuando otro le azota. ¿Saben cuál es la peor parte? Que los buitres empresarios y políticos deshonestos lo saben. La manera en la que los problemas en Puerto Rico se manejan en los medios por acá da la impresión de que se ha descubierto la fórmula mágica para perpetuar el desastre ahí. Si un pueblo está abatido, no puede luchar. Y si no lucha, su suelo se vuelve tierra de nadie.
Entonces, ¿qué hago yo hablando desde la diáspora acerca de lo que sucede en el Caribe? Pues, ofreciendo una perspectiva desde el exterior. Desde acá, veo claramente lo que por desgracia nunca nos enseñaron en la escuela: la solución está entre nosotros mismos. Cuando veo que la gente pone sus frutos caídos en la calle para que otros se los lleven gratis, cuando veo personas que cocinan para la comunidad, cuando veo publicaciones de los que dejan saber que tienen servicios de agua y luz para brindárselos a los demás, ahí es que veo que lo que sobra es la voluntad. Lo que falta es determinación y ahínco. Sobre todo, creer que como pueblo tenemos las herramientas para que los días de resiliencia se vuelvan días de promesa y progreso. La necesidad de invertir en organizaciones locales y en proyectos generados en Puerto Rico es vital. Hay que volver a explorar la capacidad y voluntad que como pueblo tenemos para sustentarnos. Generaciones previas a la nuestra lo hicieron, y creo que sus experiencias no deben verse como nuestra historia, sino como un manual de instrucciones de cómo reclamar lo que ellos nos dejaron como herencia.
Quiero que sepan que hablo desde mi propia experiencia por los 16 años que viví en Puerto Rico. Admiro nuestra habilidad de ver posibilidades donde otros ven dificultades. Hace varios años que una de las calderas en un edificio donde vivía se averió en puro invierno. Los inquilinos no dejaban de quejarse y de lanzarle amenazas a la administración. Así que, como nieta de un jíbaro, herví una olla de agua, la junté con otra fría, y me di un baño de esos que muchos de ustedes se están dando ahora mismo. De esa madera estamos hechos.
Por ahora, descansa y recupérate del desastre…
…pero, por favor, no te olvides del tubo roto.