3 de junio
de 2022
Es marzo del 2000. Cumplí 15 años y estaba en casa como siempre. En la que vivía pero que realmente no era mía, solo los regalos que había recibido hasta ese momento eran míos. Si se fijan, debajo del televisor está el PlayStation que me regaló mi hermana, casi cayéndose de una mesita de TV medio rota. El televisor es de los que tienen dos botones que se ruedan. El único cable conectado al televisor es el de la antena análoga. Hay una tabla de planchar abierta (hecha acá) y la plancha lista para su continuo uso. Cosas fuera de su lugar. Un cuadro virado y una caja de fusibles expuesta. No hay plafón porque, como notarán, había un persistente problema con las termitas. En el tablillero se ven algunas fotos mías y con mis hermanos, un trofeo y lo que parece ser un radio. A primera vista no se percibe que el piso de la casa está desnivelado. Por la puerta se puede ver la verja de concreto y metal de los vecinos.
Yo estoy en el centro, posando con un bizcocho que mi maestra de matemáticas me hizo y me trajo a la casa de regalo de cumpleaños. Creo que ella sabía que ese sería el único bizcocho que tendría. Mi moda es muy de esa época, con mariposas en el pelo (¡combinadas!), una blusa de tirantes, pantalones anchos abajo y ajustados arriba. Apenas se ven las sandalias de plataforma. Me gustaban las uñas largas en ese momento (y ahora también, pero no tan largas). Las cejas delgadas, el pelo estirado a la fuerza con flecos divididos. Si se fijan, detrás de los adornos del bizcocho hay una pequeña curva porque Mami me dijo que le diera un mordisco, ya que era mío. Estoy muy contenta porque en medio de tanto desorden, alguien se acordó de mí y tuvo un detalle conmigo.
Esa tarde probablemente fue una de las tantas que llegué a la casa abatida y con el moco caído. Todavía estaba enamorada de un jevito que tuve en séptimo. Estábamos estrenando un nuevo milenio y todavía no sabíamos cómo serían los 2000. Para mí, todos los días eran una constante batalla entre salvar mi humanidad y sucumbir a la depresión. Mirar esta foto ahora sin saber que lo peor estaba por venir me provoca un sentimiento de autocompasión. Tres meses después de esta foto perderíamos a mi hermano, y aproximadamente un año y medio después mi padre me devolvería todas las fotos que una vez le envié en mi niñez. De repente el desorden de la foto se convirtió en una confusión mental y emocional de la que aún procuro restaurarme a los 37 años.
Sepan que si hay algo que aprendí y que recuerdo cada vez que veo esta foto es que, a pesar del caos y de la lucha diaria, debo detenerme y apreciar el regalo de cada día. Ese día fue el bizcocho, otro día es el hecho de que tengo un buen empleo, otros provienen de un mensaje de un ser amado. A veces, cuando parece que no hubo regalo ese día, agradezco haber llegado hasta aquí y no haber sucumbido a la oscuridad que ha reclamado la vida de muchos, especialmente entre mis parientes. También aprendí que, al igual que mi maestra, yo puedo hacer “bizcochos” para los que están a mi alrededor. El hecho de que fuera una maestra de matemáticas explica que su gesto fuera 'exponencial'. Es probable que ese gesto y otros tantos me catapultaran a ser educadora y artesana. Esos regalos son faros que muchos ni tan siquiera saben que necesitan.
Hoy es uno de esos días que tuve que mirar esta foto nuevamente.
No sé con exactitud cuál será el regalo de hoy, pero mientras tanto, les regalo este texto y espero que de alguna manera los aliente en medio del desorden que puedan encontrar hoy, por dentro o por fuera.
Un abrazo, los amo a todos.