15 de junio
de 2009
junio de 1995,
Aeropuerto Rafael Hernández en Aguadilla, Puerto Rico
Cuando mi mamá y yo nos mudamos a Puerto Rico, el correo se convirtió en una actividad de comunicación muy activa en nuestras vidas. Para aquel entonces, llamar a Estados Unidos costaba un precio que no se podía pagar como ahora. Mis dos hermanos, ya mayores de edad, se quedaron tratando de hacer lo mejor de sus vidas. Por otro lado, la mía comenzaba, y mi madre también comenzaba a enseñarme el valor de las pequeñas cosas.
Cada año Mami compraba 3 tarjetas para mi papá: para su cumpleaños, para el día de los padres y para Navidad. Estas tarjetas estaban intencionadas para ser firmadas por mí, incluir fotos de cómo iba creciendo, y luego ser enviadas a tiempo para que no le llegaran tarde. A mí siempre me encantaba enviarlas, me daba la ilusión de imaginar cómo se sentiría él cuando las recibiera. También se compraban tarjetas y regalos para mis hermanos. Esto era más trabajoso, pues requería ir al correo personalmente a enviar cajas o hacer giros postales.
Los primeros años, mi hermana y yo nos escribíamos muchísimo. Ella me contaba acerca de su vida de adulta y de lo mucho que me extrañaba. También intercambiaba cartas con mi maestra de primer grado en Massachusetts. Le escribía a mucha gente, era como una urgencia de saber cómo estaban, qué estaba pasando al otro lado donde yo no podía estar (o quizás estaba muy pequeña para entenderlo todo). Para mí, no existía mayor gozo que el de recibir las respuestas. Yo adoraba al cartero de mi barrio. Cada uno que trabajó en esa área me conoció, al igual que a mi mamá y a mi abuelo. El cartero era el delegado, el ángel, el mensajero. Todas las tardes, después del mediodía, yo buscaba un asiento en el balcón y disfrutaba de la cálida brisa caribeña mientras esperaba sus buenas nuevas.
Mi papá no me escribía mucho. Llegó a escribirle a mi mamá varias veces y hasta años después nunca supe el contenido de sus cartas. Recuerdo que a los 10 años le escribí desilusionada por el último viaje que hice para verlo. Estaba tan distante y alejado de mí, que sentía que quizás escribiéndole una carta y enviándosela estaría más cerca de él que sentándome a su lado. Anterior a esa visita, siempre le enviaba sus 3 tarjetas anuales y las fotos que con tanto amor posaba para que viera cómo había crecido. Para mis cumpleaños, celebraciones académicas y navidades, siempre recibía algún detalle por parte de mis hermanos y mis tíos de Añasco, entre otros. Sin embargo, nunca supe lo que era recibir una congratulación por parte de mi padre.
A veces me daba curiosidad y me imaginaba interrogándole al cartero acerca de los tantos regalos, cartas, tarjetas y visitas que mi padre separaba para mí. Veía su camión e imaginaba que llevaba grandes cajas llenas de sorpresas y maravillas solo para mí, para su niña, la que nunca se olvidaba de su cumpleaños, la que le recordaba que era padre con una tarjeta, y la que trataba de calentarle el corazón con un detalle en cada Navidad. Todavía continuaban mis citas con las húmedas tardes arecibeñas esperando al cartero. Me gradué de escuela elemental e intermedia, pero el cartero simplemente no traía nada para mí.
Con el tiempo, como todos ya sabemos y experimentamos, los precios decidieron crecer, al igual que yo. La vida se estaba haciendo costosa, los sellos postales salieron de los 20 para no durar mucho en los 30 (ya cuestan 44 centavos, qué locura). Mi madre recibió una carta que no esperábamos ninguna de las dos. La corte suprema de Nueva Jersey le envió un documento en el cual ella podía hacer una petición para revisar mi caso de pensión alimentaria. Ella no lo dudó, pues como toda madre responsable y pobre, muchas veces tuvo que tomar dinero prestado para que yo fuese a la escuela. Tan escasa era la existencia de mi padre como su apoyo económico. Ambas viajamos a Estados Unidos, mi hermano había fallecido el año anterior y las dos cargábamos con ese dolor reciente. Yo no vi a mi padre; mi mamá fue la que se vio con él en la corte. El juez inmediatamente entendió que una joven de 16 años necesitaba vivir y le ordenó aumentar la cantidad de dinero que enviaba. Cuando regresó, vi a una madre contenta de haber ganado un caso para su hija. Hacía tiempo que no la veía tan regocijada. Como es de esperarse, regresamos a Puerto Rico y la vecina nos entregó la correspondencia recibida durante el tiempo ausente. Sobresalía entre todo un sobre grande y blanco que llevaba el nombre de mi mamá como destinatario, pero sin remitente. La escritura era una entorpecida y carente de precisión. La fecha de envió fue de 3 días después del caso en la corte. “Ábrelo”, le dije a mi mamá, “ese sobre es de mi papá”.
Con algo de temor, mi madre abrió el sobre. Como una corriente embravecida, salieron de él todas las fotos que desde niña le había enviado a mi padre, sin nota alguna. Solo pude pensar en todas las tardes que esperé al cartero para recibir una sorpresa de él, las graduaciones sin mi padre, los dolores sin consolar, la escasez sin subsanar, todas las veces que imaginé que fuese mi padre cuando el teléfono sonaba. Dios mío, mi mamá hasta le enviaba copias de mis calificaciones para que se sintiera orgulloso de mí. Pero todo se redujo a una disputa de dinero para que yo pudiera sobrevivir en el barrio. Esta fue de mayor motivación para enviar una bomba implosiva que la carta que le envié cuando tenía 10 años. Mi madre, con una voz que reflejaba miedo a no poder consolarme, dijo: “Yo solo puedo decirte que te amo, y que siempre voy a estar aquí para ti”. Sinceramente no recuerdo que pasó el resto del día, pero sí recuerdo que pasaron muchos cumpleaños, días de logros, navidades, graduaciones, amores y desastres en los que mi progenitor decidió no tomar parte; yo diría, en ninguno de ellos.
Durante el tiempo que comencé a planificar mis estudios en Nueva York, estuve viviendo con mi hermana por algunos meses. Mi mamá también estuvo con nosotras un tiempo. Mi hermana iba a celebrarle el cumpleaños a su hijo y todos nos fuimos al supermercado local un sábado por la noche. Yo no quería ocasionarle muchos gastos a mi hermana, así que pensé conseguir algunos víveres de paso. Estuve en el área de las carnes cuando de pronto un carrito de compras se detuvo justo a mi lado. Pensando que estaba molestando, me moví de allí. Para sorpresa de ambos, el que estaba empujando el carro era mi padre y 13 años de ausencia se consumieron en par de segundos al mirarnos. Al estar seguro de que era yo, inmediatamente me abrazó (yo creo que abrazó a un cadáver, yo estaba inmóvil). Me hizo algunas preguntas y yo traté de decirle todas las cosas que había logrado gracias a las infinitas peticiones de mi madre pidiendo dinero prestado. Me presentó a su esposa y luego me dio su número de teléfono celular. Yo solo tuve deseos de darle un sobre, un papel, un sello y decirle: No, mejor escríbeme una carta.
Por eso, siempre recordaré y estimaré al cartero de mi barrio, pues fue el único hombre que me trajo alegrías de otros lados cuando mi padre me corrompía con su indiferencia. A todos ustedes padres, sean de más valor que un sello postal para sus hijos. Por favor, existan para ellos, que somos muchos los que todavía estamos en el balcón esperando al cartero.