2 de octubre
de 2016
Este semestre he sido enormemente bendecida al poder enseñar por segunda vez el curso que diseñé acerca de la hermandad entre dominicanos y puertorriqueños. Es un curso que más allá de ser de historia y sociedad, se afina más hacia el sentido de comunidad y convivencia. En parte se debe a mi experiencia personal con la comunidad dominicana en Río Piedras los 2 años y medio que viví allí mientras terminaba el bachillerato. Creo que pude entender esta convivencia más cuando fui maestra en una escuela secundaria del área y me di la tarea de conocer a mis estudiantes. Algunos no lo saben, pero después de ser miembro de una iglesia por algún tiempo y tener roces ministeriales con personas que no querían que participara más con los jóvenes, le pedí a Dios que me llevara a un lugar donde pudiera ser útil.
Y por ende, terminé enseñando en esta escuela llena de chicos problemáticos, adictos a diferentes tipos de drogas, y con carencias sin discriminación en casa. Allí vi la verdadera relación entre dominicanos y boricuas. Eran jóvenes con problemas mucho más grandes que una rivalidad que no tiene mérito.
Este pasado jueves me tocó hablar de la migración dominicana a Puerto Rico, del discrimen, las burlas y la explotación laboral que sufren. Les enseñé cómo los medios de televisión proyectan al dominicano y demás. Después les hablé de mi experiencia en aquella escuela. Les expliqué que nunca oí a ninguno llamarse nombres basados en sus nacionalidades, que ellos sufrían los mismos problemas y que, al ser rechazados por muchas escuelas, estos niños se encontraban en sus similitudes y no en sus acentos o raza.
“Tengo algunas fotos de ellos para que vean de lo que hablo”. Y busqué en mis archivos de Drive y comencé a mostrarles a mis chicos.
Había fotos de grupo, de pareja, solos, pero siempre con una vida y energía en sus ojos. “¿Ven esta de grupo? No se puede decir quién es dominicano o puertorriqueño. Estaban muy ocupados con sus contrariedades, no tenían tiempo para disputas insignificantes. Estos estudiantes sufrían problemas reales; unos llegaban con hambre, otros intoxicados, estas con embarazo juvenil, aquellos con depresión”. Y como siempre pasa, llegan las fotos de Carlos, y me deshago.
Carlos era un muchachos que había llegado recientemente de Pennsylvania a Río Piedras en aquel entonces. Su español estaba en condición paupérrima, por lo que le llamaban “El Gringo”. Estaba tan desconectado de la cultura isleña, que un día trajo varias ramas llenas de quenepas para repartirlas en el salón, y cuando los demás metieron diente solo para descubrir que estaban agrias, le comenzaron a discutir. Él jamás había visto quenepas en un árbol, ¿qué sabía él? Fui la maestra de español de todos ellos, después de los 3 días de guerra que tuvieron al principio porque no me querían, que hasta con latas afiladas me tiraron, pero me los gané. Y al ser bilingüe, me lo gané a él también.
Carlos y yo
Graduación de RPCA
mayo de 2007
Este muchacho en particular estaba desplazado porque no era dominicano, y los boricuas lo trataban de americanito. Pero así siguió. Hizo amistades, conoció más gente, seguía yendo a la escuela, y como los demás, también se involucró con las drogas. Uno de sus amigos me dijo que por poco no llega a la graduación porque la noche antes, los policías le encontraron a Carlos drogas en sus bolsillos, pero no le hicieron nada por ser menor. Y todo esto pasa por mi mente mientras les enseño a mis estudiantes las fotos de graduación. Las muchachas con vestidos, los muchachos con ropa formal de tuxedo.
Estoy en una con Carlos, él muy serio pero sujetándome cerquita, con mucho respeto.
“Miren, ¿ven a ese muchacho? Ese me lo mataron por drogas… Uno de sus amigos me avisó: que Carlos se había alejado de ese mundo hacía tiempo, pero lo encontraron y lo mataron”. Siempre es un desastre hablar de las consecuencias del narcotráfico, pero pensar que un joven con tanto potencial ya no está entre nosotros nos rodea de una incómoda atmósfera lúgubre. El día que supe de su asesinato solo pude sentarme a llorar, como si fuera mío. Si eres educador y me lees, sabes que los chicos llevan en ellos nuestra inversión, nuestras esperanzas de que sean lo mejor que puedan ser, y el amor incondicional de nuestra parte, dado que a veces en casa no lo reciben. Los padres nunca deben ver a sus hijos partir, ni un maestro debe ver a sus alumnos acortarse en vida. Yo tengo varios estudiantes que ya han muerto, pero creo que este fue el primero, y lloré como cuando nadie me ve.
Los estudiantes aguantan su respiración como si guardaran un minuto de silencio después de compartirles lo de Carlos. Paso a otra foto en la que están él y sus amigos en la cena de celebración.
Digo, “¿Saben qué es lo triste? Que él y otro amigo me llevaron al sitio de rentar los tuxedos para que yo les dijera si la ropa les quedaba bien”. Y ya ahí se me aguaron los ojos, se me anudó la garganta y no pude hablar más. Al escribir esto, siento como si me rascara una llaga que se niega a sanar. Perdí a un niño.
La clase termina y todos nos vamos. Yo me quedo con esa sombra recuperada que nunca se pierde, pero que me sigue de cerca, especialmente cuando redefino por qué decidí ser maestra. Quiero pensar que Dios oyó mis oraciones y al no poder usarme en la iglesia, me llevó a donde realmente me necesitaban. Mi ministerio es la educación. Enseño para transformar vidas y restaurar la humanidad al que se haya sentido aislado. Quiero pensar que lo hice con Carlos, y con otros tantos que he tenido a través de los años. Entonces recuerdo a Andrés. A estas alturas es un milagro que no sepas de quién estoy hablando porque siempre le cuento a la gente de este muchacho.
Graduada de la UPR y ya radicada en Albany, tuve la dicha de continuar enseñando pero a nivel universitario. Español, para colmo, pero como segundo idioma. Entre año y año y medio de estar de instructora, me llega un muchacho bastante singular. Se llamaba Andrés, y era un puertorriqueño que quería mejorar su español porque según él, los amigos le hacían burla de cómo hablaba. La verdad, su español estaba mata’ito, pero ahí le metimos para que aprendiera y corrigiera. Un día se me acerca y me dice:
“Profesora, yo soy padre soltero y a veces no tengo con quién dejar a mi niña. ¿Será posible que pueda traerla a clase? Sólo tiene 3 años y prometo que no va a molestar ni interrumpir”.
Del momento en que terminó la pregunta a que yo le respondiera pasaron millones de pensamientos por mi mente. Puertorriqueño, padre soltero, estudiando para mejorarse y humilde encima de eso. Claro que le digo: “Muchacho, pero tú no tienes que preguntarme. ¡Por supuesto que puedes traerla! ¿Cómo te voy a decir que no?” No voy a negarlo, me dio un orgullo brutal ver que un boricua estaba en lo suyo. ¡Representando!
Entonces un día llega con la princesa, una nena de 3 años, tímida, y que estaba pegadita a su papá todo el tiempo. Tanto la clase como yo le cogimos cariño y Andrés la traía a menudo. Hasta una foto tengo con ella. Pero en fin, qué bien que tuve a un estudiante tan dispuesto y sin temor al éxito.
Con la niña en el salón de clases
Primavera del 2010
Saben que… Llega el día del examen final y Andrés tuvo que tomar una decisión crucial. Entra al salón, y me dice que la niña tiene conjuntivitis, por lo que no puede dejarla con nadie, pero que ahí estaba para su examen. Y se sentó con sus compañeros, contestando el examen con una mano, y meciendo a su retoñito en el otro brazo. Yo, callada a la distancia, con un mar de lágrimas por dentro, lo observaba. Lo tengo ahora mientras escribo también.
Yo, que no tuve padre, ese día aprendí lo que es uno.
Me entrega el examen y le digo:
“¿Tú sabes lo que te hace hombre a ti? Esa niña, y todo lo que haces por ella, nada más en el mundo. Y sigue siendo el gran hombre que eres, por ella”. Él con su usual humildad me dio las gracias por todo y se fue. No lo volví a ver. Pero qué bueno que lo tuve en mi portafolio espiritual; qué bueno que Dios me lo trajo.
Estas son las cosas en las que medito cuando autoevalúo a la profa en mí. Pienso en Carlos, y en Andrés, y los otros tantos que vinieron a llorar porque su pareja se fue, o los que querían agredirme porque no se salieron con la suya. Las historias de los que están entre ser latinos o minoría, o las dos. Los que no entendieron la lección y los que tienen que decidir entre ellos y el costo de la matrícula. La ayuda que pueda darles es poco comparado a las bendiciones que traen para formar a la profa en mí.
Esa tarde, después de la clase de los dominicanos y puertorriqueños, tenía que ir a una actividad en el recinto. Era un banquete ofrecido por el grupo Fuerza Latina y tenía todo un programa para alentar y alcanzar a los jóvenes latinos de la universidad. Iban a hablar de la conciencia política y la importancia del voto latino.
Mi amiga Abby fue conmigo, una gran chica que lleva años reconstruyendo su “puertorriqueñidad”, y he sido bendecida al ser parte de ese proceso. Ya instaladas las dos, comienzo a mirar alrededor porque sé que encontraré estudiantes de antes y de ahora allí (como pasó). Y de repente no creo lo que veo.
El invitado especial, el orador de la noche era Andrés. Estaba allí con su niña de casi 9 años ya, vestido con gabán y corbata, discutiendo los últimos arreglos para el programa. No me contuve y fui a saludarlo inmediatamente. Lo saludo, lo abrazo, le pregunto que si se acuerda de mí (a lo que responde que sí) y le dejo saber cuán orgullosa estoy de él. El chico se ha vuelto un defensor de los derechos de las minorías.
Andrés y yo
Evento de Fuerza Latina, UAlbany
29 de septiembre de 2016
Está activo en la política y se ha visto con varias personas ilustres, entre ellas el Presidente de la nación. Sigo repitiéndole lo orgullosa que estoy de él, y que a todo el mundo le cuento de sus luchas, de cuando traía a su hija, de que él es el perfecto ejemplo de determinación y perseverancia. No sé por qué a Andrés le costó trabajo creer que yo aún hablara de él; es defecto de humildes. Como es obvio, la niña no me reconoció, pero le dije a los dos de la foto que aún conservo de ella conmigo en el salón. Estaban sorprendidos.
En fin nos tocó sentarnos en la misma mesa. Conocí a su papá y los dos, concluyendo con que yo era muy joven para ser profesora (jajaja), comenzaron a preguntarme de mis orígenes. Explico que nacida en Nueva Jersey, me crié en Puerto Rico. Eso despertó la curiosidad de Andrés y me pregunta dónde en Nueva Jersey. Resulta que los dos somos del mismo pueblo, nacimos en el mismo hospital, pero con 14 años de diferencia. En seguida me pregunta acerca de mis familiares, quiénes son, dónde vivían, sus apellidos. Cuando revelo los nombres de mis hermanos, y le muestro una foto de mi hermano, Andrés se queda atónito.
“Yo estudié con tu hermano”
Los dos enmudecimos.
En seguida lo describió, “Yo recuerdo a tu hermano, era una chico muy inteligente en la escuela. De hecho, recuerdo que me metí en una pelea por defenderlo porque él no era muy alto, ¿verdad? Entonces unos chicos querían darle pero yo me metí; yo ya tenía mi reputación, y lo defendí”.
Yo seguía muda.
Y después abrí la boca para decir:
Las personas se conectan de maneras en las que a veces desconocen.
Y seguimos hablando de otras cosas, la vida, de cuánto había crecido la niña y de todos los lugares que él la ha llevado. Que es muy lista como él, y abierta de mente. Es obvio que ha visto a su padre superarse desde siempre, es lo que ella imitará. Y yo seguía pensando en ese pasado cuando mi hermano, de niño, fue amigo y defendido por un muchacho que luego sería mi alumno. De que él ayudó a mi hermano en un momento de incertidumbre, y yo pude ayudarlo en su momento de estrechez. Que fue como tener a mi hermano en mi clase. Y sobre todo, lo mucho que extraño a mi hermano desde que partió en el 2000, pero que de alguna manera fue como tenerlo de repente allí, por un instante.
Andrés dio su charla, muy inspiradora por cierto. Su hija no le quitaba la vista de encima. Yo tampoco. Nosotros los maestros vivimos para estos momentos también, para ver el resultado de la inversión en los alumnos. Para los que tienen la fortuna de mostrarlo, como Andrés. Para los que permanecerán en nuestras memorias, como Carlos. Para los que lo dejaron incompleto, como mi hermano.
Al final intercambiamos información de contacto, nos tomamos fotos (porque era menester tomarme una nueva con la beba) y despedimos la noche con los corazones llenos de agradecimiento. Abby encontró su voz reflejada en el evento, Andrés visitó el pasado, y yo lo vi todo desde la humana en mí.
Todo esto pasó el jueves, 29 de septiembre de 2016.
La niña y yo
Evento de Fuerza Latina, UAlbany
29 de septiembre de 2016